"Jesús dijo a sus
discípulos: «Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su
resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su
nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén,
y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes
son testigos de todo esto. Ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre
prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la
fuerza que viene de arriba.» Jesús los llevó hasta cerca de
Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se
separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos se postraron ante él. Después
volvieron llenos de gozo a Jerusalén, y continuamente estaban en el Templo
alabando a Dios."
(Lc 24, 46-53)
(Lc 24, 46-53)
La celebración de la Ascensión del Señor debe llevarnos a darle una mirada retrospectiva a nuestro camino con Jesús para agradecer y alabar a Dios por todo lo que ha hecho por nosotros, pero también debe orientar nuestra mirada hacia delante: hacia el futuro de la evangelización y el compromiso con la transformación del mundo, porque la obra salvífica de Jesús continúa en el mundo a través de nuestro testimonio.
Jesús le presenta a sus discípulos
el contenido del anuncio misionero. ¿El “kerigma” está en el centro de mi fe?
¿Mi vida es una demostración de la eficacia que tiene la pascua de Cristo para
transformar una vida entera y a fondo? ¿Qué cambios significativos se han dado
en mi vida en esta Pascua?
Jesús confirma a sus discípulos
como sus testigos. ¿Me considero un evangelizador? ¿Me preocupo por anunciar a
Jesús, en primer lugar con mi testimonio de vida? ¿Cómo apoyo a la Iglesia en
la tarea misionera?
Jesús promete el poder de lo alto.
¿Trato de enfrentar las tareas y los desafíos de la misión con mis solas
fuerzas, buscando protagonismo personal? ¿Tengo la valentía suficiente para
anunciar a Jesús allí donde es más difícil? ¿Soy constante en mis esfuerzos?
Jesús se despide de sus discípulos
bendiciéndolos. ¿Cuál es la imagen de Jesús que con mayor frecuencia me viene a
la mente? ¿Veo mi vida bajo las manos extendidas de Jesús implorando sobre mí
las bendiciones que ofreció a lo largo de todo el Evangelio?
Los discípulos pronuncian el gran
“Amén” del Evangelio en una alabanza continua en la comunidad reunida en el
Templo. ¿Qué me dice esto? ¿“Dar gracias” es una característica notable de mi
vida espiritual? ¿Por qué motivos alabo y bendigo a Dios en este tiempo
pascual?
La vuelta de Cristo a su Padre es a la vez fuente de pena, porque implica su ausencia, y fuente de alegría, porque implica su presencia. De la doctrina de su Resurección y de su Ascensión brotan estas paradojas cristianas a menudo mencionadas en la Escritura: estamos afligidos, pero siempre alegres, "pobres, pero que enriquecen a muchos" (2Co 6,10).
Tal es en efecto nuestra condición
presente: perdimos a Cristo y lo encontramos; no lo vemos y sin embargo lo
percibimos. “Estrechamos sus pies” (Mt 28,9), pero Él nos dice: "no me
retengas" (Jn 20,17). ¿Cómo es esto? El caso es que perdimos la percepción
sensible y consciente de su persona; no podemos mirarlo, oírlo, hablar con él,
seguirlo de lugar en lugar; pero gozamos espiritualmente, interiormente,
mentalmente y realmente de su vista y de su posesión: una posesión más efectiva
y presente que aquella de la que los apóstoles gozaban en los días de su carne,
justamente porque es espiritual, justamente porque es invisible.
Sabemos que en este mundo cuanto
un objeto está más cerca, menos podemos percibirlo y comprenderlo. Cristo está
tan cerca de nosotros en la Iglesia cristiana, llegando a decir, que no podemos
fijar en Él la mirada o distinguirlo. Entra en nosotros, y toma posesión de la
herencia que adquirió. No se nos presenta, sino que nos toma con él. Nos hace
sus miembros... No lo vemos; Conocemos su presencia sólo por la fe, porque está
por encima de nosotros y en nosotros. Así, estamos afligidos, porque no somos
conscientes de su presencia..., y nos regocijamos porque sabemos que lo poseemos:
"sin haberlo visto, le amáis, y sin contemplarlo todavía, creéis en él, y
así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de
vuestra fe: la salvación de vuestras almas".