viernes, 25 de octubre de 2013

Parábola del fariseo y el publicano

"Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: 'Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: -Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: -¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!. Les aseguro que éste último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado". 
(Lc 18,9-14)
 
      Algunos que se tenían por justos. Algunos que se consideraban más que el que tenían al lado, autosuficientes, superiores. Algunos que por creerse más lindos, altos, inteligentes, ricos, simpáticos, miraban despectivamente al otro. No hace falta explicar la frase para poder sentirla en carne propia, para poder mirar en nuestros corazones y a nuestro alrededor y darnos cuenta de que a diario somos injustos y despreciamos a los demás y al mismo tiempo somos despreciados por otros. Con palabras, gestos, miradas, actitudes. Es un escenario que nos inunda a diario.

     El fariseo parece no hablar con Dios, sino que se habla a sí mismo, se alaba y se autojustifica, presentando ante Dios sus muchos “méritos” y títulos de gloria. Se encuentra satisfecho de sí mismo, cree que puede observar los mandamientos sin la ayuda de la gracia de Dios y está convencido de no necesitar Su misericordia. En su oración hay un cierto desprecio a los demás. Y lo más triste es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor, cuando simplemente era un fariseo que hacía alarde de su propia perfección moral.

      A diario y con pequeñas actitudes, estos “aires de mayor espiritualidad” nos pueden envolver. La falsa humildad, la falta de fe, la falta de un examen de conciencia nos llevan a pecar de fariseo. No hace falta que nos paremos frente al altar con soberbia, en cada pequeña decisión que tomamos tenemos siempre la posibilidad de elegir ser este fariseo. Pero Jesús nos presenta al publicano: este hombre que se queda atrás tímidamente, tan humilde que no se atrevía a levantar los ojos. El publicano tenía la grandeza de corazón para reconocer delante de quién estaba y sabía todas sus limitaciones personales. Era profundamente consciente de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Su humildad es tan sincera que conmueve. Repite “Dios mio, ten piedad de mí, que soy un pecador” y nos conquista el corazón. Se siente en paz, tranquilo, acompañado en sus palabras.
 
     Jesús nuevamente nos enseña a mirar con los ojos del corazón, a descreer de las superficialidades y a experimentar una espiritualidad profunda, creciente y trabajada. Padre, que me enseñas el poder del “último”, el enaltecimiento de la humildad, Tú que me propones un reinado a base de servicio generoso, de entrega profunda y desinteresada. Tú que me muestras el valor del silencio, de la oración. Tú que me quieres y me conoces como soy. Ayúdame a creer en tu misericordia mucho más que en mi bondad. Ayúdame a confiar en tu perdón por encima de mis seguridades. Ayúdame a desterrar mis vanidades, mis comodidades. A no vivir una fe a mi medida, a no seguir una Palabra traducida. Ayúdame a abandonarme a tu voluntad por encima de mis afanes de control. Señor, que sea cristiano de "golpe en el pecho y mirada humilde", pero desde la convicción y la experiencia de tu Amor Misericordioso, desde tu presencia en mi vida, desde la vivencia de saberme querido en mis debilidades, amparado en mis desfallecimientos, en mis desesperanzas. Y que siempre encuentre el camino de tu Perdón, de tu Palabra, de tu auxilio. Y desde Ti, o Tú conmigo como instrumento, ser testimonio de humildad, de sencillez y de cercanía para mi prójimo. Amén.

viernes, 4 de octubre de 2013

El deber del servidor

"Los Apóstoles dijeron al Señor: 'Auméntanos la fe'. El respondió: 'Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: -Arráncate de raíz y plántate en el mar, ella les obedecería. Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: -ven pronto y siéntate a la mesa? ¿No le dirá más bien: -Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: -Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber'."
(Lc 17, 5-10)


     Muy a menudo el ser humano se encuentra en la misma encrucijada que la comunidad de Lucas. Queremos realizar cosas extraordinarias, llamativas y dignas de admiración, que den razón de una fe extraordinaria. Pero muy a menudo olvidamos que lo que Jesús requiere no es una fe extraordinaria, sino que vivamos con fe las cosas ordinarias y cotidianas de la vida. En otras palabras, estamos llamados a convertir las cosas ordinarias en cosas extraordinarias, por medio de la fe y el servicio a la comunidad. 
     
     Mientras van de camino, los apóstoles le ruegan a Jesús que les aumente su fe. Jesús les responde: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: ‘Desarráigate y plántate en el mar,’ y os obedecería”. La respuesta de Jesús es un poco ambigua pues puede significar dos cosas. La primera interpretación es que los apóstoles no tienen fe y que están pidiendo a Jesús que les de fe para seguir en el camino. Según esta interpretación, no se trataría de aumentar fe, sino de tenerla o no tenerla. En este contexto, los apóstoles no tienen fe, ni siquiera una fe del tamaño de un granito de mostaza, semilla proverbialmente conocida como “la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra”. La segunda interpretación es que los y las integrantes de la comunidad del camino tienen ya un poquito de fe y le estén pidiendo a Jesús que les aumente dicha fe para entender mejor su mensaje. Esta interpretación explica mejor el texto. La comunidad ya ha sido llamada anteriormente: “personas de poca fe”. Además los apóstoles -como enviados- han sido comisionados por Jesús para anunciar las buenas noticias a todas las personas, y “trasmitir la fe” era parte del anuncio que tenían que dar

     Si leemos atentamente el contexto descubriremos que lo que Jesús está proponiendo no es ver y entender la fe de una manera “mágica” con “poderes sobrenaturales,” sino abrazar y vivir la fe en lo ordinario y cotidiano de la vida. La comunidad del camino tiene que recibir la fe como el grano de mostaza, que es pequeña, pero capaz de transmitir vida. La comunidad tiene que abrazar esta manera de vivir la fe, que no busca grandeza ni poder, sino germinar en los corazones de la comunidad alternativa, que Jesús está construyendo mientras va de camino a Jerusalén. Para que no quede ninguna duda de que la fe que Jesús requiere no es realizar cosas extraordinarias, sino más bien abrazar lo ordinario y cotidiano de la vida, Lucas nos presenta la fe vivida en servicio en la imagen del esclavo y del patrón.

     Ahora bien, ¿qué significa realmente una “fe viva”? La fe de la que hablamos aquí, la fe en Jesús, es la confianza en su palabra, la acogida de la misma y la disposición a ponerla en práctica. Como realidad viva que es, a imagen de la semilla, requiere ser cultivada y reavivada. Ante las dificultades internas y externas, la fe probada se convierte en fidelidad. Y una fe que confía y es fiel es una fe que se enfrenta con valentía a las dificultades, que no se esconde, que da testimonio. El supremo ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, que vive en la plena confianza en su Padre, y fiel a su misión, llega al extremo de entregar su propia vida. La fe se alimenta de la palabra de Jesús escuchada, acogida y puesta en práctica, la alusión al servicio no es casual. La fe no es una confianza pasiva, sino que nos pone en pie y nos hace vivir activamente, actuar. El que cree en Él debe vivir como vivió Él. Si Él vino a servir y a entregar su vida en rescate por muchos, el discípulo de Jesús ha de ser un servidor de Dios y de sus hermanos. Si es un verdadero creyente, éste es el milagro que la fe opera en él: arrancarlo de las raíces del egoísmo y de la seguridad y plantarlo en el mar arriesgado del servicio a los demás. Vivir en actitud de entrega y servicio no es algo externo a la fe, algo de lo que podamos enorgullecernos o por lo que debamos exigir un salario, sino la consecuencia natural de ese “vivir por la fe”, de ese espíritu de energía, amor y buen juicio; es el fruto de esa semilla de la fe que la palabra de Jesús ha plantado en nuestro interior.

     Quedate con nosotros, Señor, ahora que nos vamos de esta casa, donde te hemos conocido un poco mas. Quedate con nosotros, Señor, nos vamos de tu casa, pero queremos llevarte en nuestro interior. Aqui nos hemos encontrado contigo. Ayudanos a conservar tu amor, protegenos de las tentaciones. Queremos amarte con hechos, no solo con palabras y sentimientos. Quedate con nosotros, Señor, y que este encuentro contigo no termine en este momento. Quedate con nosotros, Señor, para que este encuentro contigo se prolongue en la Comunion, nosotros iremos a recibirte, tú vendras a nosotros, no nos separemos ahora; quedate para siempre señor.