viernes, 12 de julio de 2013

El buen samaritano

"Se levantó entonces un experto en la ley y le dijo para tenderle una trampa: «Maestro, ¿qué debo hacer para obtener la vida eterna?» Jesús le contestó: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?»  El maestro de la ley respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» Jesús le dijo: «Has respondido correctamente. Haz eso y vivirás.» Pero él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos asaltantes que, después de despojarlo y golpearlo sin piedad, se alejaron dejándolo medio muerto. Un sacerdote bajaba casualmente por aquel camino y, al verlo, se desvió y pasó de largo. Igualmente, un levita que pasó por aquel lugar, al verlo, se desvió y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar junto a él y verlo, sintió lástima. Se acercó y le vendó las heridas después de habérselas limpiado con aceite y vino; luego lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente sacó unas monedas y se las dio al encargado, diciendo: -Cuida de él, y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso. ¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los asaltantes?» El otro contestó: «El que tuvo compasión de él.» Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo.»"
(Lc 10, 25-37)

     El fariseo, experto en la Ley, vivía multiplicando las normas de cumplimiento obligatorio, y poniendo a prueba a todo aquel que desafiara lo que él consideraba “la verdadera religión”. Cuando las normas se multiplican es inevitable que haya conflictos entre cómo las entienden unos y cómo las entienden otros. Se hace necesario establecer prioridades, y explicar qué manda cada una. Y para eso está Jesús: Él lleva la Ley a su perfección y la limpia de la maraña de opiniones, para ir al corazón de la misma: el amor a Dios y al prójimo. Entonces, “«¿Quién es mi prójimo?»” podemos preguntarnos; lo que no implica que tengamos dudas del amor de Dios, sino que lo que no terminamos de entender del todo es a quién abarcamos con este amor. Si nos atenemos a la Ley de Moisés, sólo los familiares son próximos, y sólo hacia ellos tenemos el deber de hacerles bien. Así entendemos el “Honrarás a tu padre y a tu madre”. ¿Entonces, qué? ¿En lo que se refiere a todos los demás, más lejanos, sólo hemos de abstenernos de hacerles mal? ¿Con la exigencia del respeto bastaría? ¡Muchas veces a nosotros también nos conviene preguntarle a Jesús quién es mi prójimo para no tomar la responsabilidad de amarlo como corresponde!
     En su respuesta al fariseo, sin embargo, Jesús pone como ejemplo de prójimo, “próximo” y cercano, a quien era para los judíos prototipo del extraño, del extranjero y enemigo, merecedor sólo de odio y desprecio: un samaritano. Es, entonces de esta manera paradójica y provocativa que Jesús amplía el círculo de los próximos, de los familiares y hermanos a todos los hombres y mujeres.

     En Jesús entendemos que no hay contradicción alguna entre amor a Dios y amor al prójimo, sino que los dos preceptos son dimensiones de un único mandamiento principal. Cuando nos acercamos a los demás haciéndonos prójimos suyos, brindándoles nuestra ayuda y tratando de hacerles bien, estamos haciendo próximo a Dios, encarnando y visibilizando al amor mismo. Pero no olvidemos que esto nos es posible porque Dios se nos acercó primero a través de su Hijo, y de él aprendimos a amar. Y aunque todo esto puede sonar obvio a los oídos de un cristiano comprometido, no nos olvidemos que todos tenemos un “prójimo” que nos cuesta ayudar, y que sentimos que no podemos igual que como podemos con el resto. Y muchas veces, el prójimo más difícil de hacer próximo puede que sea aquel que en algún momento lo fue y hoy, ya no lo es. Alguien que no nos ayudó en ese momento en el que los asaltantes nos agarraron. O incluso, alguien que nos asaltó y nos golpeó casi dejándonos muertos. Pero aquí volvemos a la enseñanza de Jesús: “«¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los asaltantes?» El otro contestó: «El que tuvo compasión de él.» Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo.»”

     El camino que lleva al templo, no es el camino directo del sacerdote y el levita que para llegar a tiempo evitan el encuentro con el necesitado. Al contrario, esa atención que clama el que sufre, se convierte en nuestro atajo a la vida eterna. Pero no basta con ser sensible y sentir compasión si no se está dispuesto a actuar. Y de qué sino de esto se trata la vida: de nada vale llegar rápido si al hacerlo, lo hacemos solos, y sin nadie que nos espere al final del camino. Qué mejor que demorarnos para cargar a ese otro que no puede seguir caminando solo. Capaz no sea nuestra mejor carrera, pero es que tampoco nadie dijo que lo sería; de nada sirve “ganarla” si en nuestro afán dejamos atrás nuestro, a alguien caído.
     Con cada enseñanza, Jesús nos muestra que lo que nosotros quizás creíamos estar haciendo bien, tiene una mejor manera de hacerse. ¿Quién diría que alguien al pasar le regalaría tanta dedicación y tiempo a un desconocido? Pero no sólo Jesús nos contradice, sino que con esto nos redobla la apuesta. No sólo pide que amemos, sino que lo hagamos como él lo hizo, y como nosotros lo haríamos con nosotros mismos. “«Cuida de él, y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso»”: una frase más que ilustrativa para referirse a la vida eterna. Mientras vivamos, nuestras fuerzas y energías deben estar centradas en el amor al prójimo, que es lo que Él nos manda. Ya llegará el día en que veamos la recompensa y podamos disfrutar, sin remordimientos, de la manera en que hemos vivido aquí abajo.


     Señor, ayúdame a ser el buen samaritano con quienes están a mi lado. Que no elija yo a quién ayudar, sino vos. Que la falta de tiempo no me detenga, sino que me impulse a hacer un mejor provecho del que ya tengo. Que no priorice el “a quién, cómo y cuándo”, sino tan sólo el ayudar. Enséñame a ser buen prójimo, Señor; para que mis ojos no evadan, mis piernas no se detengan, mis manos no queden quietas, ni mi fe flaquee a la hora de acercarme y dar. Acompáñame a entender que predicar tu amor a todo el mundo es la única manera de vivir eternamente junto a Ti. Y así, quizás, mañana, el mundo aprenda tanto de vos como de mí, que la recompensa será aún mayor que todo nuestro cansancio por obtenerla.